sábado, 29 de marzo de 2014

“VIVIR EN GRACIA DE DIOS EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN”




El Señor Jesús ha instituido el sacramento de la penitencia, que se llama también y muy adecuadamente "Sacramento de la Reconciliación" o Confesión, es uno de los regalos más valiosos que Dios ofrece a sus hijos, para perdonar los pecados cometidos después del Bautismo y abrirnos así la puerta a la reconciliación con Dios.
San Juan Evangelista nos relata cómo el mismo día de la Resurrección de Jesucristo, al atardecer "estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: 'La paz con vosotros'. Dicho esto les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: 'La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también Yo os envío'. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: 'Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retuvierais, les quedarán retenidos". (Jn.20,19-23) Es impresionante el hecho de que lo primero que Nuestro Señor hace una vez resucitado, es conferir a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados. Bien sabe Jesús de qué barro tan frágil estamos hechos y la necesidad que tenemos de restaurar la Gracia bautismal perdida por el pecado mortal. "Habéis sido lavados [...] habéis sido santificados, [...] habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol san Juan dice también: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados. ( CIC 1425) Nuestra vida de bautizados debe crecer en actos de continua conversión; de cambio permanente para conquistar el cielo que nos espera. Y esta conversión debe concretarse en los asuntos de la vida diaria: también en la frecuencia al Sacramento de la Confesión. Es cierto que confesarse no es tarea fácil, sobre todo cuando reconocemos nuestra vulnerabilidad al mismo pecado y la misma vergüenza humana de tener que “decirle” los pecados al confesor. Pero esto no se compara al mar de gracias que se reciben cuando el sacerdote dice las palabras de absolución: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.” El Evangelio de San Marcos nos refiere la ocasión en que a Jesús le presentan un paralítico bajándolo por entre las tejas del techo, en una camilla. Viendo Nuestro Señor la fe de aquellas personas, le dijo al paralítico: "Hijo, tus pecados te son perdonados". Con toda razón los escribas presentes pensaron que Jesús blasfemaba porque "¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?" Pero el Señor, para demostrar su divinidad y el poder que tiene para ello, cura inmediatamente al paralítico, que sale sano y perdonado a la vista de todos. (Mc.2,1-12). El fin y el efecto de este sacramento es la reconciliación con Dios, además que nos ofrece las gracias necesarias para no pecar más. Es un sacramento muy valioso para cultivar un corazón puro y dedicado a Cristo. Es allí donde nos encontramos con el Señor, que nos espera para unirnos más fuertemente a su corazón, para disponernos a dar testimonio de su amor. Aprovechemos de beneficiarnos de los regalos de Dios, sobre todo de este don particular que nos reconcilia con los deseos de su cora­zón. Luchemos por alcanzar el cielo, donde Él nos espera.










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