sábado, 29 de marzo de 2014

"AUNQUE NO LO VEMOS"



Dios está presente de manera cercana y constante en las experiencias propias de la vida humana: en lo grande y en lo pequeño; en lo agradable y lo desagradable; en la oración y en el placer. Aprender a encontrarlo en cada momento nos hará descubrir el gozo inefable de su presencia y encontrar el sentido más profundo de nuestra experiencia de vida.
Nuestra relación con Dios no puede circunscribirse a los espacios “sagrados” del templo, la oración particular o la liturgia; esto ocasionaría una ruptura entre la vida cotidiana y la vida de fe, que son una sola realidad. El salmo 139, 7-10 dice: ¿Adónde iré lejos de tu espíritu, adónde huiré lejos de tu rostro?
Si escalo los cielos, tú allí estás, si me acuesto entre los muertos, allí también estás.
Si le pido las alas a la Aurora para irme a la otra orilla del mar, también allá tu mano me conduce y me tiene tomado tu derecha.
El salmista ha descubierto que Dios está presente en toda la vida: en lo espectacular y lo sencillo; en lo fácil y lo difícil; en lo agradable y lo desagradable; en lo sublime y en lo ordinario; en el gozo y en el dolor; en el triunfo y en el fracaso; en las tareas profesionales y en las domésticas; cuando amamos y cuando odiamos; cuando construimos y cuando destruimos; cuando rezamos y cuando nos divertimos… No se trata de un panteísmo que pretenda que en todo está y todo es Dios.

“VIVIR EN GRACIA DE DIOS EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN”




El Señor Jesús ha instituido el sacramento de la penitencia, que se llama también y muy adecuadamente "Sacramento de la Reconciliación" o Confesión, es uno de los regalos más valiosos que Dios ofrece a sus hijos, para perdonar los pecados cometidos después del Bautismo y abrirnos así la puerta a la reconciliación con Dios.
San Juan Evangelista nos relata cómo el mismo día de la Resurrección de Jesucristo, al atardecer "estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: 'La paz con vosotros'. Dicho esto les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: 'La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también Yo os envío'. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: 'Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retuvierais, les quedarán retenidos". (Jn.20,19-23) Es impresionante el hecho de que lo primero que Nuestro Señor hace una vez resucitado, es conferir a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados. Bien sabe Jesús de qué barro tan frágil estamos hechos y la necesidad que tenemos de restaurar la Gracia bautismal perdida por el pecado mortal. "Habéis sido lavados [...] habéis sido santificados, [...] habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol san Juan dice también: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados. ( CIC 1425) Nuestra vida de bautizados debe crecer en actos de continua conversión; de cambio permanente para conquistar el cielo que nos espera. Y esta conversión debe concretarse en los asuntos de la vida diaria: también en la frecuencia al Sacramento de la Confesión. Es cierto que confesarse no es tarea fácil, sobre todo cuando reconocemos nuestra vulnerabilidad al mismo pecado y la misma vergüenza humana de tener que “decirle” los pecados al confesor. Pero esto no se compara al mar de gracias que se reciben cuando el sacerdote dice las palabras de absolución: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.” El Evangelio de San Marcos nos refiere la ocasión en que a Jesús le presentan un paralítico bajándolo por entre las tejas del techo, en una camilla. Viendo Nuestro Señor la fe de aquellas personas, le dijo al paralítico: "Hijo, tus pecados te son perdonados". Con toda razón los escribas presentes pensaron que Jesús blasfemaba porque "¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?" Pero el Señor, para demostrar su divinidad y el poder que tiene para ello, cura inmediatamente al paralítico, que sale sano y perdonado a la vista de todos. (Mc.2,1-12). El fin y el efecto de este sacramento es la reconciliación con Dios, además que nos ofrece las gracias necesarias para no pecar más. Es un sacramento muy valioso para cultivar un corazón puro y dedicado a Cristo. Es allí donde nos encontramos con el Señor, que nos espera para unirnos más fuertemente a su corazón, para disponernos a dar testimonio de su amor. Aprovechemos de beneficiarnos de los regalos de Dios, sobre todo de este don particular que nos reconcilia con los deseos de su cora­zón. Luchemos por alcanzar el cielo, donde Él nos espera.










lunes, 17 de marzo de 2014

HORA SANTA DELANTE DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR

“Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.(Mt28,20)

La hora Santa consiste en la exposición y adoración del Santísimo Sacramento del Altar, de La Eucaristía. La forma sagrada, es decir, Jesús mismo, es colocado en la custodia, que es una pieza de oro o de otro metal precioso. La hora santa es una práctica de origen divino. La Eucaristía es el corazón del culto católico. Aunque la forma más obvia de obtener la Eucaristía es yendo a misa, otra manera de acercarse a Dios es realizando una Hora Santa para la adoración del Santísimo Sacramento. Este tiempo de permanencia en presencia física de Cristo es una ocasión propicia para la oración, la meditación y la adoración. En una de sus apariciones a Santa Margarita María de Alacoque Jesús le dijo; “Todas las noches del jueves al viernes te haré participar de la mortal tristeza que quise padecer en el Huerto de los Olivos; tristeza que te reducirá a una especie de agonía más difícil de soportar que la muerte. Y para acompañarme en aquella humilde plegaria, que entonces presenté a mi Padre, te postrarás con la faz en tierra, deseosa de aplacar la cólera divina y en demanda de perdón por los pecadores”.    Estando de rodillas, figúrate estar a la entrada del huerto de los Olivos, de aquel huerto testigo de los inmensos dolores de un Dios Redentor… Besa la tierra como si verdaderamente fuera la de ese misterioso jardín. Haz de todo corazón actos de fe, esperanza y caridad, y reza, penetrado de dolor por tus pecados, reconociéndote indigno de pasar una hora con Jesús agonizante. Toda persona que pasa una hora de adoración ante Jesús en el Sacramento de la Sagrada Eucaristía, desarrolla una relación personal con Jesús y crece en amor y santidad. Un tiempo de silencio con nuestro Señor en la adoración, permite que lo escuchemos y reconozcamos Su voz cuando nos habla a nuestro corazón.  La Hora Santa es una oportunidad magnífica para hacer ese silencio interior en el que el Señor nos habla especialmente. Esto se logra de variar maneras. La Hora Santa rezada en la Iglesia, tiene la ventaja de la presencia del Señor en el Santísimo Sacramento, y la Iglesia es el lugar natural para la oración. En la Adoración Eucarística, estamos delante de Jesús así como los ángeles y los santos están delante de El en el cielo, y así como ellos se alegran por adorarlo, también nosotros nos alegramos y agradecemos que nos haya llamado a estar delante de Él.


jueves, 6 de marzo de 2014

Cuaresma, camino hacia la Pascua, tiempo de renovación personal y sacramental











La Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. De la misma manera como el antiguo pueblo de Israel marchó durante cuarenta años por el desierto para poder ingresar a la Tierra Prometida; la Iglesia, Nuevo Pueblo de Dios, se prepara para vivir y celebrar la Resurrección del Señor. A lo largo de cuarenta días nos vamos disponiendo para acoger cada vez más profundamente en nuestras vidas el misterio central de nuestra fe. La Cuaresma es el tiempo litúrgico de conversión, que marca la Iglesia para prepararnos a la gran fiesta de la Pascua. Es tiempo para arrepentirnos de nuestros pecados y de cambiar algo de nosotros para ser mejores y poder vivir más cerca de Cristo. Tiempo para escuchar la Palabra de Dios que nos dice “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.” Este tiempo de cuaresma que estamos viviendo a partir del miércoles de cenizas es un camino que nos lleva al misterio más profundo de nuestra fe: la muerte y la resurrección de nuestro Señor. Este camino solo tiene sentido si desemboca en la cruz de Jesús. Por lo tanto nos parece que no podemos vivir la cuaresma sin poner nuestros ojos en la Pascua. La Cuaresma ha de ser un tiempo de gracia y de compromiso por una conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra adhesión a Él y para anunciarlo con esperanza y gozo; pero, ¿Cómo hacerlo? CON LA ORACIÓN. Acercándonos a Jesús. Sin Él, nos alejamos y vivimos sin comunicación con el Padre. Sin la oración, la desorientación invade nuestra vida espiritual. CON LA CARIDAD. Con ella nos convertimos en las manos de Cristo que da, que ofrece. Sin ella, nuestra fe, se puede transformar en una gran mentira. En la caridad, se concentra toda la vida de Jesús. CON EL AYUNO. El ayuno significa la abstinencia de la comida, es el signo externo de una realidad interior, de nuestro compromiso, con la ayuda de Dios, de abstenernos del mal y de vivir el Evangelio. “Ahora es el tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación”, que nos decía san Pablo en la carta a los Corintios. Pero también el profeta nos ha convocado al sonido de la trompeta para que nos congreguemos en este tiempo y escuchemos la invitación que de parte del Señor nos hace a la conversión.

miércoles, 5 de marzo de 2014

El Miércoles de Ceniza es el primer día de la Cuaresma en los calendarios litúrgicos Católicos Protestantes y Anglicanos. Se celebra cuarenta días antes del inicio de Semana Santa, es decir, del Domingo de Ramos. La ceniza es elaborada o extraída de los Ramos Benditos de la Semana Santa anterior, es decir, los del Domingo de Ramos, estos se incineran y de ahí sale la Santa Ceniza. La Cuaresma es tiempo de preparación a la Pascua que termina el Jueves Santo después de mediodía, recordándonos a los cristianos que somos creaturas, que esta vida es tan sólo una preparación y que nuestro verdadero destino es llegar a Dios en la vida eterna.
Al momento de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, el sacerdote nos recuerda las palabras del Génesis, después del pecado original: “Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir”,que recuerdan a los fieles tres verdades fundamentales: su nada, su condición de pecadores y la realidad de la muerte. Cuaresma coincide con los cuarenta días que Jesucristo pasó en ayuno y en oración en el desierto. Es por ello que para llevar a cabo este objetivo la Iglesia recomienda en la Cuaresma acercarnos más a las prácticas tradicionales para expresar nuestro deseo de conversión: la oración, el ayuno y la limosna. Al inicio del cristianismo se imponía la ceniza especialmente a los penitentes, pecadores públicos que se preparaban durante la cuaresma para recibir la reconciliaciónVestían hábito penitencial y ellos mismos se imponían cenizas antes de presentarse a la comunidad. En los tiempos medievales se comienza a imponer la ceniza a todos los fieles cristianos con motivo del Miércoles de Ceniza, significando así que todos somos pecadores y necesitamos conversión. La cuaresma es para todos.